J EL LIBRO DE LA SEMANA
Como un paraíso de locos Fernando Arrabal Bruguera. Madrid, 2007. 256 páginas. 15’50 euros
Foto: Leonardo Antoniadis
Desde hace varias décadas, ninguna obra nueva de Fernando Arrabal puede dejar indiferente. Al margen de la innegable diversidad de sus logros, ocurre que el espíritu rupturista y la capacidad imaginativa de este perpetuo escritor de vanguardia provocan siempre remolinos en las aguas habitualmente tranquilas –y, a menudo, algo tediosas por acomodaticias– de nuestro panorama literario. La cuestión no radica ahora en plantearse si las obras del escritor reflejan con precisión los rasgos de la estética propia del movimiento “pánico” que él ha contribuido decisivamente a extender, junto a otros autores, como Jodorowsky o Topor. Probablemente el estudio detenido de este aspecto revelaría no pocas coincidencias con otros movimientos de vanguardia, cada uno de los cuales tiene su propio marbete y sus características diferenciadoras. Lo importante es que en Arrabal cabe todo menos el conformismo, la supeditación a modelos preestablecidos, esperables y convencionales, los caminos trillados. Aunque sus creaciones más sonadas se encuentran en el ámbito teatral –y sean más conocidas y estimadas, dicho sea de paso, en el extranjero que en nuestro propio país–, ha cultivado todos los géneros, especialmente la novela, con creaciones tan notables y de tanta intensidad como Baal Babilonia o El entierro de la sardina. A esta modalidad narrativa pertenece Como un paraíso de locos. Pero conviene matizar inmediatamente esta afirmación, que adscribe la obra al género novelesco. No espere el lector hallar una historia más o menos interesante relatada de un modo lineal. Si así fuera, no sería de Arrabal.
La obra está compuesta por breves secuencias o unidades narrativas, casi ninguna de las cuales sobrepasa la extensión de una página, que no guardan más relación entre sí que la que les proporciona el narrador único, que va desgranando noticias, opiniones o referencias a los mismos personajes. El propio narrador se refiere irónicamente a este discurso fragmentado: “Amado lector, mi libro en vez de dividirlo en capítulos lo habría podido fraccionar en mensajes de Internet, en partes, en actos, o en crisis. Mi decisión ha sido la más justa. Capítulos, pero sin numerarlos (lo cual es esencial)” (p. 217). El lector puede preguntarse por qué esa decisión de no numerar los capítulos es tan esencial y forjarse toda una teoría acerca de la ruptura de la linealidad y del tiempo narrativo, o bien -lo que no sería del todo disparatado- tomarlo como una muestra humorística, como una broma más del autor, de las muchas que Arrabal disemina por el texto, a menudo servidas por aseveraciones en apariencia trascendentes. Porque el humor es en las páginas de Arrabal, e incluso en sus incursiones cinematográficas, un ingrediente sin cuya consideración sus creaciones no serían enteramente comprensibles. El discurso entero, que no renuncia al uso de asociaciones insólitas que caracterizan al vanguardista de siempre, es un largo soliloquio que posee algunos rasgos de la autobiografía (hay coincidencias deliberadas entre el narrador y el autor, empezando por la fecha de nacimiento de ambos, subrayada de forma distinta en varias ocasiones) pero que, por su falta de vertebración cronológica, se acerca más al autorretrato pretendidamente veraz, como el narrador apunta: “Cuando termine este libro y ya sea un escritor contaré historias sin tener que vivirlas” (p. 170). Pero tampoco se trataría de un autorretrato convencional o fidedigno del escritor Fernando Arrabal –si bien la identificación está sugerida desde la misma ilustración de portada, comentada con detalle en la primera página de la novela–, sino más bien de una proyección imaginativa de algunos de sus aspectos posibles; de lo que Arrabal podría haber sido, o ha sido sólo en parte, a la manera de la figura de los “yos ex futuros” acuñada por Unamuno: un conjunto de posibilidades existenciales que no llegaron a realizarse, pero que continúan operantes, incrustadas en el itinerario biográfico, irrenunciables como proyectos abortados o aplazados, adheridas a la personalidad del sujeto y condicionando cada uno de sus actos. En esta recopilación de datos y evocaciones se filtran algunos que, atribuidos al narrador, corresponden, en efecto, a la realidad biográfica del autor, como el triunfo a los doce años en un concurso infantil de superdotados. Otros aparecen de modo elusivo, como sucede con “la Inclusa” o “la Escuela Ortogénica” –lugares en que transcurren los años de formación del sujeto de la historia–, o bien con personajes sólo imaginarios, meras representaciones de facetas del narrador, como sus fieles acompañantes “Cero” e “Infinito”.
A ningún lector de Arrabal le sorprenderá la libertad de algunas secuencias, que abandonan todo atisbo narrativo para incorporar elementos oníricos, dibujos –como el ingenioso de Boeing, p. 34–, problemas lógicos o aritméticos –pp. 71, 86–, laberintos –p. 241–, múltiples noticias sobre las costumbres de ciertos insectos –rasgo típico de muchos vanguardistas, que llega hasta novelistas más cercanos en el tiempo, como Javier Tomeo– y excursos reflexivos encadenados mediante anáforas retóricas (pp. 33, 85, 88, 190, 210, etc.), algunos con tintes poemáticos: “Cuando en la Inclusa el maestro no ponía la tiza en su caja mi vida estaba amenazada [...] Cuando en la Inclusa la limpiadora quitaba la funda blanca del almohadón mi vida estaba amenazada [...] Cuando en la Inclusa el administrador suprimía la sopa de la noche en el refectorio mi vida estaba amenazada...” (p. 200). De todo el conjunto, que tiene mucho de heteróclito, se desprende el perfil de un personaje fuera de lo común, cuyos mecanismos mentales y cuya sensibilidad lo apartan de la sociedad hasta convertirlo en un ser marginal, casi en un autista (“en la Inclusa yo era el infinito y también el cero. Los demás eran números [...] Yo era infinito y cero pero nadie lo sabía”, p. 137). He aquí, en este sentido, una secuencia tan breve como reveladora: “Aquella noche, metido en el frasco, sólo vi las gigantescas manos del doctor de la Inclusa que cerraban la tapadera con fuerza. Luego puso un letrero sobre el tarro y me colocó en uno de los estantes del botiquín de la Inclusa al lado de una concha” (p. 219). Una de las aspiraciones de este ser singularísimo es convertirse con los años en un sujeto “normal” para entender el mundo que lo rodea y sus gentes, movidas casi siempre por propósitos incomprensibles, como en los casos de Lilibeth, su madre y el General. La literatura, la confesión que se propone ser más fiel a lo imaginado y lo soñado que a la verdad histórica, es una vía posible para alcanzar ese conocimiento. Hay aquí todavía mucho del Arrabal libérrimo en estado puro.
SENABRE, Ricardo
A vueltas con la locura y el autismo Dos de los conceptos clave de Como un paraíso de locos son “locura” y “autismo”. En su extraordinario Diccionario pánico (Libros del Innombrable, 2007), Arrabal ofrece tres acepciones de la palabra “loco”: “1. ¡Cómo me atrae lo locamente pavoroso! (Platón dijo que Diógenes era un “Sócrates loco. 2. Cada loco con su mema... y con su lema. 3. Se volvió loco en el zoco para no enloquecer”. En cuanto al término “autismo”, escribe: “Rutina palatina que pueden practicar algunos genios de la precisión en el corral de los hechos. Es una obsesión laberíntica repetida infinitamente. Proust hizo corazonear todo Combay desde una miaja de magdalena mojada en una taza de té. Espinosa construye la existencia y la esencia de todo un universo a partir de una “espiguita de trigo” (pág. 33)
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Desde hace varias décadas, ninguna obra nueva de Fernando Arrabal puede dejar indiferente. Al margen de la innegable diversidad de sus logros, ocurre que el espíritu rupturista y la capacidad imaginativa de este perpetuo escritor de vanguardia provocan siempre remolinos en las aguas habitualmente tranquilas –y, a menudo, algo tediosas por acomodaticias– de nuestro panorama literario. La cuestión no radica ahora en plantearse si las obras del escritor reflejan con precisión los rasgos de la estética propia del movimiento “pánico” que él ha contribuido decisivamente a extender, junto a otros autores, como Jodorowsky o Topor. Probablemente el estudio detenido de este aspecto revelaría no pocas coincidencias con otros movimientos de vanguardia, cada uno de los cuales tiene su propio marbete y sus características diferenciadoras. Lo importante es que en Arrabal cabe todo menos el conformismo, la supeditación a modelos preestablecidos, esperables y convencionales, los caminos trillados. Aunque sus creaciones más sonadas se encuentran en el ámbito teatral –y sean más conocidas y estimadas, dicho sea de paso, en el extranjero que en nuestro propio país–, ha cultivado todos los géneros, especialmente la novela, con creaciones tan notables y de tanta intensidad como Baal Babilonia o El entierro de la sardina. A esta modalidad narrativa pertenece Como un paraíso de locos. Pero conviene matizar inmediatamente esta afirmación, que adscribe la obra al género novelesco. No espere el lector hallar una historia más o menos interesante relatada de un modo lineal. Si así fuera, no sería de Arrabal.
La obra está compuesta por breves secuencias o unidades narrativas, casi ninguna de las cuales sobrepasa la extensión de una página, que no guardan más relación entre sí que la que les proporciona el narrador único, que va desgranando noticias, opiniones o referencias a los mismos personajes. El propio narrador se refiere irónicamente a este discurso fragmentado: “Amado lector, mi libro en vez de dividirlo en capítulos lo habría podido fraccionar en mensajes de Internet, en partes, en actos, o en crisis. Mi decisión ha sido la más justa. Capítulos, pero sin numerarlos (lo cual es esencial)” (p. 217). El lector puede preguntarse por qué esa decisión de no numerar los capítulos es tan esencial y forjarse toda una teoría acerca de la ruptura de la linealidad y del tiempo narrativo, o bien -lo que no sería del todo disparatado- tomarlo como una muestra humorística, como una broma más del autor, de las muchas que Arrabal disemina por el texto, a menudo servidas por aseveraciones en apariencia trascendentes. Porque el humor es en las páginas de Arrabal, e incluso en sus incursiones cinematográficas, un ingrediente sin cuya consideración sus creaciones no serían enteramente comprensibles. El discurso entero, que no renuncia al uso de asociaciones insólitas que caracterizan al vanguardista de siempre, es un largo soliloquio que posee algunos rasgos de la autobiografía (hay coincidencias deliberadas entre el narrador y el autor, empezando por la fecha de nacimiento de ambos, subrayada de forma distinta en varias ocasiones) pero que, por su falta de vertebración cronológica, se acerca más al autorretrato pretendidamente veraz, como el narrador apunta: “Cuando termine este libro y ya sea un escritor contaré historias sin tener que vivirlas” (p. 170). Pero tampoco se trataría de un autorretrato convencional o fidedigno del escritor Fernando Arrabal –si bien la identificación está sugerida desde la misma ilustración de portada, comentada con detalle en la primera página de la novela–, sino más bien de una proyección imaginativa de algunos de sus aspectos posibles; de lo que Arrabal podría haber sido, o ha sido sólo en parte, a la manera de la figura de los “yos ex futuros” acuñada por Unamuno: un conjunto de posibilidades existenciales que no llegaron a realizarse, pero que continúan operantes, incrustadas en el itinerario biográfico, irrenunciables como proyectos abortados o aplazados, adheridas a la personalidad del sujeto y condicionando cada uno de sus actos. En esta recopilación de datos y evocaciones se filtran algunos que, atribuidos al narrador, corresponden, en efecto, a la realidad biográfica del autor, como el triunfo a los doce años en un concurso infantil de superdotados. Otros aparecen de modo elusivo, como sucede con “la Inclusa” o “la Escuela Ortogénica” –lugares en que transcurren los años de formación del sujeto de la historia–, o bien con personajes sólo imaginarios, meras representaciones de facetas del narrador, como sus fieles acompañantes “Cero” e “Infinito”.
A ningún lector de Arrabal le sorprenderá la libertad de algunas secuencias, que abandonan todo atisbo narrativo para incorporar elementos oníricos, dibujos –como el ingenioso de Boeing, p. 34–, problemas lógicos o aritméticos –pp. 71, 86–, laberintos –p. 241–, múltiples noticias sobre las costumbres de ciertos insectos –rasgo típico de muchos vanguardistas, que llega hasta novelistas más cercanos en el tiempo, como Javier Tomeo– y excursos reflexivos encadenados mediante anáforas retóricas (pp. 33, 85, 88, 190, 210, etc.), algunos con tintes poemáticos: “Cuando en la Inclusa el maestro no ponía la tiza en su caja mi vida estaba amenazada [...] Cuando en la Inclusa la limpiadora quitaba la funda blanca del almohadón mi vida estaba amenazada [...] Cuando en la Inclusa el administrador suprimía la sopa de la noche en el refectorio mi vida estaba amenazada...” (p. 200). De todo el conjunto, que tiene mucho de heteróclito, se desprende el perfil de un personaje fuera de lo común, cuyos mecanismos mentales y cuya sensibilidad lo apartan de la sociedad hasta convertirlo en un ser marginal, casi en un autista (“en la Inclusa yo era el infinito y también el cero. Los demás eran números [...] Yo era infinito y cero pero nadie lo sabía”, p. 137). He aquí, en este sentido, una secuencia tan breve como reveladora: “Aquella noche, metido en el frasco, sólo vi las gigantescas manos del doctor de la Inclusa que cerraban la tapadera con fuerza. Luego puso un letrero sobre el tarro y me colocó en uno de los estantes del botiquín de la Inclusa al lado de una concha” (p. 219). Una de las aspiraciones de este ser singularísimo es convertirse con los años en un sujeto “normal” para entender el mundo que lo rodea y sus gentes, movidas casi siempre por propósitos incomprensibles, como en los casos de Lilibeth, su madre y el General. La literatura, la confesión que se propone ser más fiel a lo imaginado y lo soñado que a la verdad histórica, es una vía posible para alcanzar ese conocimiento. Hay aquí todavía mucho del Arrabal libérrimo en estado puro.
SENABRE, Ricardo
A vueltas con la locura y el autismo Dos de los conceptos clave de Como un paraíso de locos son “locura” y “autismo”. En su extraordinario Diccionario pánico (Libros del Innombrable, 2007), Arrabal ofrece tres acepciones de la palabra “loco”: “1. ¡Cómo me atrae lo locamente pavoroso! (Platón dijo que Diógenes era un “Sócrates loco. 2. Cada loco con su mema... y con su lema. 3. Se volvió loco en el zoco para no enloquecer”. En cuanto al término “autismo”, escribe: “Rutina palatina que pueden practicar algunos genios de la precisión en el corral de los hechos. Es una obsesión laberíntica repetida infinitamente. Proust hizo corazonear todo Combay desde una miaja de magdalena mojada en una taza de té. Espinosa construye la existencia y la esencia de todo un universo a partir de una “espiguita de trigo” (pág. 33)
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