El escritor dice sentirse en el éxtasis de Santa Teresa al imponerle Jack Lang la Legión de Honor
RUBÉN AMON. Corresponsal PARIS.- Fernando Arrabal se cuadró como un soldado primerizo cuando Jack Lang le colocó en el pecho la medalla de la Legión de Honor. Era «la solemne culminación de una trayectoria valiente y paradójica», según dijo el ex ministro de Cultura francés, aunque Arrabal prefirió interpretarla como un camino hacia el éxtasis en nombre de Santa Teresa de Jesús.
La proclamación se granjeó la carcajada de los asistentes en la azotea de la Fundación Cartier, una vista panorámica de París que acercaba a Fernando Arrabal al cielo sin perder de vista la complicidad terrenal de su «lazarillo».
Hablamos de Michel Houellebecq, referencia transgresora de las letras francesas e invitado inseparable del premiado en un acto previsiblemente surrealista y aristocráticamente parisino al compás de la gauche caviar.
Porque la izquierda francesa come ostras y bebe champagne. Mucho más cuando se trata de rendir homenaje al dramaturgo, cineasta, poeta y escritor que mejor ha sobrevivido a las sacudidas de todas las vanguardias. Ya lo decía ayer la cineasta Agnès Varda mirando de reojo la medalla en el pecho del camarada Arrabal: «Adoro a este personaje. Adoro sus obras. Ha sido una fuente de vitalidad para la cultura, una luminaria a contracorriente que tiene el mérito de haber preservado su vigencia y su actualidad».
Unos y otros elogios coinciden implícitamente con la exhaustiva semblanza que Jack Lang trazó en la tribuna de oradores. No sólo recordó el compromiso de Arrabal con la libertad y con la cultura.
También hizo un panegírico entusiasta de sus ambigüedades y de sus contradicciones. Incluidos los desórdenes con la castidad y el oxímoron de la inexorable lucidez. «Fernando Arrabal», puntualizó el alfil de Mitterrand, «ha sido esencialmente un viajero. Un viajero en términos biográficos y un viajero en términos culturales que ha sabido oscilar sin miedo y sin prejuicios para enriquecer la identidad de la cultura francesa... y no sólo francesa. Fernando Arrabal ha sido, ante todo, un desobediente congénito». El acontecimiento estaba previsto a las 18 horas y 29 minutos. Un guiño arrabalesco que el premiado despreció llegando tarde y que luego compensó audazmente con el micrófono sobre el escenario.
«Fue en esta ciudad donde refundamos el desorden y el caos. Ahora me siento en éxtasis, como Teresa de Avila. Y reivindico la esperanza de que nuestro mundo lo pueblen los quijotes. En el fondo soy un patriota. Así que van a permitirme despedirme de ustedes en español: viva la suerte».
El texto del discurso de agradecimiento lo habían escrito mano a mano en un restaurante Fernando Arrabal y Houellebecq. Así se explican los pasajes herméticos e inescrutables, aunque ambos colegas prefirieron definirlo como un ejercicio de poesía sublime en homenaje a San Ignacio de Loyola, a Picasso, a Juan Gris y «a los exiliados españoles en general».
Era una manera de mirarse en el espejo. De hecho, Fernando Arrabal, orgulloso de llevar en el pecho otra condecoración «la medalla de trascendente sátrapa», dio a entender que su sueño había sido vivir en París. Y que lo había conseguido.